domingo, junio 04, 2006

Habana a cuatro manos


“Me perdí en La Habana”, me dijo mi amigo John al volver de su primer viaje a la capital cubana, y me pareció que me estaba tomando el pelo. En su mochila asomaban las fotos de la visita, las clásicas frente al Capitolio y la Plaza de Armas, y los mapas arrugados por el uso, desteñidos por el sudor. “John no puede perderse en Cuba” pensé, porque es un occidental habituado a interpretar mapas a velocidades impresionantes, aunque a veces, humano al fin, se pierda en carreteras rurales. En Cuba tampoco podía perderse, no hay mejor lugar para comprobar la consabida frase de que preguntando se llega a Roma y su español era suficiente para evitar a los jineteros y jineteras, sobre todo si el viaje formaba parte de una misión que nada tenía que ver con semejantes personajes.

Escogió la fecha precisa, el Festival Jazz Plaza 2001, precisa para sus motivaciones para un viaje a la capital cubana, precisa porque mi amigo iba tras la pista de un músico cubano, un pianista de jazz. De antecedentes solo tenía un disco, nada original, una copia de una copia, de un amigo de un amigo; alguien que, conociendo su interés en el piano, le regaló un CD malamente identificado como Cuban Music.

La primera vez que lo escuchamos, le dije que podían ser varios los intérpretes, aunque primero imaginé que podía ser Gonzalo Rubalcaba. Desde que se publicaron las últimas noticias respecto a su decisión de fijar residencia fuera de la isla, fue difícil seguirle la pista estando en Cuba. Prácticamente uno se enteraba de que se mantenía creativo por los comentarios de los músicos y por sus nominaciones al Grammy. Y el último disco suyo que llegó a mis manos, Inner Voyage, casi no lo reconocí como de su autoría. En Cuba Gonzalo sorprendió desde joven por su vitalidad y energía y en aquel disco se escuchaba demasiado sosegado, lírico, sereno, aunque igual de intenso y memorable.

John tampoco creía que se tratase de Rubalcaba. De los jazzistas cubanos conocía bien a Chucho Valdés, pero mi amigo a decir verdad, prefiere la música clásica. En su casa las grabaciones apenas caben en las repisas y andan por el suelo, fáciles de alcanzar según se necesiten. Un día puede poner a Martha Argerich tocando a Schumann, o Boris Berezovski interpretando a Chopin o la colección completa de Evgueni Kissin. Mientras los escucha, mi amigo tal vez piensa en cómo se concibe una sonata, o qué hace a determinado intérprete tan maravilloso. Luego los estudia en el piano y si su ocupación habitual le deja tiempo, puede que se lo consulte a su profesora de piano, que por obra y gracia de la casualidad es nieta del gran Horowitz.

Pero aquel disco sin etiquetas impresionó a mi amigo, al punto de embarcarse en un proyecto de viaje a Cuba. No dejaba de sonarme exótica la idea de que un nativo de Essex fuera a La Habana, decidido a completar un rompecabezas enorme, armado sólo de un producto anónimo. Pero tras una rápida consulta a Internet y otra más demorada, con cubanos de la diaspora que milagrosamente siguen a sus compatriotas músicos, concordamos en que la mejor fecha para el viaje era durante la celebración del Festival de Jazz y descartando otras posibles opciones, le propuse a mi amigo que no se perdiera uno de los conciertos que daría Ramón Valle.

A mediados de los años 90, Valle despuntó como un intérprete curioso, improvisador nato y compositor increíble. Coincidió con cierto empeño de las disqueras cubanas, muchas de las cuales surgieron en esos años, de presentar las creaciones menos favorecidas por la promoción. Y mientras la mayoría de los medios saturaba las ondas con los salseros y timberos, un grupo de jazzistas pudo armar en formato de disco sus leyendas personales.

Sin embargo, el primer mensaje de John desde La Habana afirmaba que tampoco su viaje terminaba en Valle. Mi colaboración en la pesquisa terminó con la noticia. Confiaba en el instinto de mi amigo, en sus habilidades pianísticas y en su experiencia previa en Latinoamérica, para abrirse paso en una ciudad tan llena de música. Sin embargo, supuse que ya no lo podía ayudar.

En uno de aquellos días, John en Cuba; yo, paseando por el Soho londinense camino al Ronnie Scott's, pensé en Omar Sosa. Era posible, Sosa indiscutiblemente tenía talento para ser el autor o el intérprete de aquellas melodías del disco sospechoso y era tan desconocido en la Cuba y conocido en Europa, como para que alguien totalmente ajeno a ambas realidades catalogara su música simple y ambiguamente como “Cuban”. Sin embargo, ya mi amigo se encaminaba a los conciertos y era demasiado improbable que Omar Sosa estuviera en La Habana.

Además de los escenarios del Jazz Plaza, le había indicado algunos sitios en la capital donde pudieran orientarlo. A esas alturas ya estaba casi tan curioso como él por averiguar el nombre tras aquellas melodías rítmicas y un tanto libres, e internamente casi no podía perdonarme tal ignorancia.

Por eso cuando recibí a John tras regresar de Cuba, su primera frase me resultó increíble. Luego me contó que alguien, justo en uno de los conciertos del festival, cuando escuchó maravillado a Hilario Durán y compró todos sus discos disponibles, le dijo que el autor del ya dichoso compacto, podía ser un tal Pucho López y que si lo quería conocer tendría que ir para Santa Clara. Y allá fue el inglés para descubrir que Pucho estaba por Canarias. ¡Madre mía! Pensé cuando escuchaba el relato.

De modo que en Santa Clara, y sorprendido por una noche con otros amigos en El Mejunje, oyendo a un irreverente Trio Enserie, John optó por regresar a la capital. Y esta vez, casi asalta las tiendas de discos, pero sin los resultados que esperaba. Trajo, eso sí, mucha música, y mucho piano: Ernán López Nussa, Frank Emilio, Rubén González, Aldo López-Gavilán, Emiliano Salvador, Roberto Fonseca... Ahora cuando los escuchamos, siempre aparece alguna anécdota habanera: el comentario suspicaz de algún vendedor de discos, la historia de algún callejero autotitulado conocedor de la música con el que se tropezó, el encuentro con otros turistas tan desorientados como él en cuanto a la música de la isla. Mi amigo sigue diciendo que se perdió en La Habana, y ya he optado por creerle. A fin de cuentas en Cuba la música puede ser como una buena brújula, y hay que saberla manejar bien para no perderse entre tantas calles y entre tanta gente que camina de un lado al otro, a veces silbando una melodía.

jueves, febrero 16, 2006

Buscando al personaje o preludio para una entrevista


Dicen que el club La Zorra y el Cuervo es el mejor lugar para buscar al personaje, pues allí es donde se reúnen los jazzistas, y siempre hay presentaciones, sobre todo los fines de semana, cuando esa zona de La Rampa habanera padece de una voracidad citadina y los transeúntes van de arriba abajo, buscando el menor resquicio de noche accesible. «No e’ fácil», como dicen los cubanos; la mayoría de los sitios cobran en dólares y los ciudadanos de a pie tienen otras necesidades. Antes de sentarse a escuchar un concierto del personaje, prefieren destinar el dinero, cuando lo logran, a otras cuestiones vitales.

El lugar también está disimulado, cuesta descubrirlo tras esa armazón de madera pintada de rojo, que recuerda más una cabina telefónica londinense que la entrada de un club habanero. Lo cierto es que parece haber estado allí por siglos, o décadas. Ha ganado notoriedad desde mediados de los 90, o quizá solo fue un intento de recuperar el esplendor pasado, el de los 50 o los 60, cuando su entrada en escalera que baja a un sótano, tradicional estilo de los clubes habaneros, conducía a uno de los sitios más populares de la variopinta escena nocturna capitalina.

El personaje tiene conciertos allí, pero no es el lugar que prefiera en el centro de La Habana. Al fin y al cabo, conoce la ciudad tanto como a su instrumento, y curiosamente no puede llevar a ninguno de los dos bajo el brazo. Se habituó a al club de la calle 23 cuando otro sitio, habitado por noctámbulos incurables como él, El Gato Tuerto, cayó en desgracia, a tal punto que estuvo casi al desplomarse. En el Gato nació el filin, el movimiento artístico que dio autores como César Portillo, el King, José Antonio Méndez, Ñico Rojas, y cantantes como Elena Burke y Omara Portuondo. La lista es larga, y el personaje al parecer los conoce o conoció a todos. Alguna vez le tocó acompañar a las divas del filin en su época gloriosa, o a algún que otro intérprete que luego del cierre sobrevivió gracias al cabaret, como en una cuerda floja, casi entre el olvido y la memoria.

Al personaje puede que le haya pasado así también. Por años nadie lo recordaba, otros era una presencia constante en la televisión y el ambiente musical cubano, en otro tiempo hasta llegó a protagonizar conciertos memorables. Su vida ha sido como ese ciclo: anonimato-referencia-omnipresencia. «No e’ fácil», dice el personaje, mientras aclara su garganta con un trago de un líquido oscuro y medio viscoso, ¿brandy? «¡Seguro!», confirma enfático, y parece que tiene un catálogo de bebidas para cada estación, según lo exijan las circunstancias. Él tampoco entiende que sea preciso combustible a cada minuto; no abusa, pues no le gusta que lo asocien con el sempiterno vaso de ron encima del piano, tal vez porque odia el famoso chiste entre el pianista y el violinista: ¿imagina que alguien haga malabares con un vaso encima del violín?

El personaje resulta demasiado carismático, es imposible transitar por las calles de su barrio sin que alguien lo asalte a preguntas: todos quieren saberlo todo, desde en qué proyectos anda, desde una opinión sobre el disco de un colega, hasta sus comentarios sobre lo que otro músico dijo en una entrevista televisiva. Hay tanta familiaridad que a veces el personaje hasta se siente incómodo, como en las ocasiones en que alguno le propone que escuche tocar a su hijo que está en la escuela de arte, que ha hecho progresos y está seguro de que puede impresionarlo. Los hay demasiado insistentes, como los que afirman conocer que ser pianista es adentrarse en una vida de dedicación extrema, que por eso su hijo estudia desde los tres años, con rigurosidad y tesón. «No e’ fácil», reclama el personaje, y parece que lo va a decir con música.

Al menos porque está cerca del piano y simula que va a improvisar. Quizá nos juega una mala pasada, o intenta medir nuestra reacción. Prueba entonces con un tema clásico, ¿es un nocturno de Chopin?; sin duda, pero él se ocupa de tocarlo de manera irreverente, abre los ojos, hace ademanes de estilista, acentúa determinada nota, ¿cómo es posible? Luego para de golpe, nos invita a escucharlo en una de sus creaciones, es una variación sobre un tema conocido, demasiado conocido en el contexto cubano. Nos dice que está basado en una contradanza, nos trata de neófitos, nos insulta a su modo. No importa, parece que estamos destinados a seguirlo, de otro modo él no sería personaje y nosotros no andaríamos tras su historia.

Nos dice que va a tocar otra cosa, que ha interrumpido el tema anterior porque le trae malos recuerdos. «Ustedes saben», nos confirma, y quizá ya nos hace parte de su cofradía de admiradores, piensa que dominamos todos los detalles de la historia, incluida la famosa anécdota de sus dos amigos. Por uno de ellos, que ya no vive en la Isla, sabemos del personaje, de sus gustos y manías; aunque siempre es la visión de otra persona, alguien que no lo ha visto durante veinte años, el tiempo que media entre el último encuentro con el personaje, cuando a la vez se dijeron adiós, sin la esperanza de un posterior abrazo, porque según el personaje, hemos conocido a «su hermano» y los hermanos solo pueden abrazarse con cariño.

La hermandad, dicen, surgió en los escenarios, mano a mano, piano a piano. Ambos protagonizaron una rivalidad memorable en los años 70, cuando la creatividad en el país dejaba mucho que desear. Los críticos cubanos hablan de quinquenio gris en la literatura, aunque no se refieran a la música en términos tan deplorables. Desde su cómodo balcón parisino, el amigo del personaje nos cuenta que tampoco fueron tan coloridos. Eso sí, ambos tenían la noche habanera como el mejor laboratorio para probar sus ritmos y creaciones. O tal vez era solo para disfrutar, eran encuentros «sanos», dice el amigo, y se demora en la palabra, hasta parece que la examina de manera diferente, como si no estuviera seguro de su significado; a fin de cuentas, ha vivido tanto en París que cualquier olvido involuntario del idioma puede resultar justificable.

Quien ya no puede opinar es el otro amigo, que falleció hace unos años, diez quizá. Su muerte fue fugaz y poco notoria, solo una nota pequeña en el principal periódico cubano, ambigua e impersonal, como casi todas. Los jazzistas lo recuerdan como alguien genial, emprendedor, inimitable; no bastan los adjetivos. Para el personaje fue otro hermano, otro familiar. Es increíble que los lazos musicales sean tan sanguíneos, tan íntimos. Cuenta el personaje que su amigo, el que murió, era capaz de continuar tocando durante toda una noche, de amanecer al día siguiente con una idea en mente, y de pasar el día haciendo anotaciones y llamarlo cuando todo estaba listo, para que se sorprendiera ante la vitalidad de la composición y luego compartir un excelente trago. Después se podía pasar un mes entero repasando las notas del pentagrama, y cuando imaginara que ya todo estaba listo, entonces volvería a llamarlo, esta vez para terminar toda una botella, bajo cuyos efectos el personaje siempre diría que estaba genial.

En una ocasión los tres planearon reunirse, organizar un concierto en un terreno neutral, Copenhague, el Ronnie Scott's, Montreaux, cualquier lugar donde solo fueran tres fanáticos del piano, no nativos de una isla demasiado politizada; pero nunca fue posible. ¿Por qué? El personaje no sabe explicarlo, «cosas que pasan», afirma. Todavía no cree que su amigo ya no esté, ocurre así. «La bebida, ustedes saben», nos dice, y algo intuimos; pero la verdadera historia no la escucharemos, al menos su versión. O tal vez no sepa explicarla con palabras, esta vez ha ido otra vez al piano, lo ha abierto y ha tocado una pieza del amigo, una muy conocida, que fusiona una danza antigua con un tema más improvisado. Nos mira suspicaz, tal vez ha descubierto que hemos identificado la pieza. «Ustedes saben más...», nos regaña.

Y de pronto, como si entendiera que tiene todo el derecho de terminar este encuentro, nos estremece con una revelación: «Miren, esto es Cuba», y no sabemos si apunta al piano, donde él comienza a tocar una versión de La comparsa, o hacia la ventana, por donde se escucha el zumbido de esa ciudad que lo hace como una colmena agitada. «Vayan mañana a La Zorra y el Cuervo, que vamos a descargar», nos despide, y anotamos la fecha en la agenda, y volvemos a La Habana, que a esa hora de la tarde a mediados de agosto, luce sofocante e infernal. Todavía quedan en la mente dos horas de conversación estrepitosa que habrá que traducir en memoria, y, sobre todo, mucha música, tanto en referencias como en sonidos, por algo lo llaman El personaje. Y mañana hay que volver al club habanero. “No e’fácil”, como dicen en La Habana.

miércoles, enero 18, 2006

Acostumbrándose al mundanal ruido


Cada ciudad, sobre todo si es grande, tiene su ritmo propio. Por ejemplo, Londres. En ella el ritmo puede ser tan vertiginoso que termina por cambiar la visión que tenemos de los sucesos que acontecen en la ciudad. Se convierten en hechos ordinarios y al final uno termina por pensar que nuestra vida es agitada porque todo alrededor se mueve constantemente. El ritmo de la ciudad nos convierte en seres humanos sin rostro o nombre, siempre apurados, siempre ocupados en llegar a algún lugar.

Por tanto, luego de un día agitado, sólo queremos regresar a casa y ver televisión, especialmente los noticiarios, la narración detallada de acontecimientos en los que no hemos tomado parte. Tranquilos en la comodidad de nuestras salas, nos reconforta saber que Iraq queda muy lejos, o que hay guerra en Nepal, pero no estamos seguros de dónde exactamente queda ese país. Todo ocurre como en otra dimensión, y así se refleja en la tele, porque a lo mejor hasta nos resulta entretenido. Realidad es una palabra muy general, estamos demasiado separados de ella, sobre todo si vivimos en Londres.

Una mañana de viernes en noviembre, entrando a la estación de metro de Stockewell, fui parado por la policía. Me informaron amablemente que estaban realizando cacheos al azar y yo no pedí más detalles. De alguna manera, cuando crucé la calle rumbo a la estación noté demasiados chalecos amarillos de los que usa la policía británica alrededor de las puertas. Entonces me di cuenta que llevaba una mochila, pequeña y verde, pero mochila al fin y por tanto lucía sospechosa. Antes de meter mis cosas en ella había considerado si debía llevarla, pero instantáneamente pensé que todo el alboroto por los atentados del mes de julio en el metro de Londres ya había pasado.

Por un momento no me preocupé. Mi mochila fue inspeccionada, olisqueada por un perro y luego me la devolvieron. Respondí con disciplina de escolar aplicado todas las preguntas que el oficial todavía más amable me hizo. Ni siquiera me molesté en comprobar si en aquel momento las demás personas que entraban en la estación me estaban digiriendo miradas de desconfianza o si me habían considerado ya alguien potencialmente amenazador.

Por desgracia el trágico incidente en esta estación del sur de Londres ha cambiado la manera en que los latinoamericanos somos percibidos, máxime los que como Jean Charles de Menezes y yo, podemos ser tomados por musulmanes. Sin embargo, yo no estaba furioso por esa posibilidad, no me quejé ni me sentí tan mal como para gritar acaloradamente mi origen.

Fue más tarde, cuando ya estaba aparentemente a salvo en el tren, que mi cerebro comenzó a trabajar, uniendo todos los eventos y comprendiendo en verdad lo que había ocurrido. ¿Acaso estaba satisfecho de que la policía hubiera preguntado antes de disparar? No. Solo pensé en la frase que alguien días antes, cuando se había enterado de que vivía en Stockwell me había comentado: por favor, no corras en dirección al metro.

Cuando me bajé en la estación de Finchley Road, compré el periódico, revisé los titulares, comencé mi rutina diaria. Fuera de la estación la ciudad comenzaba a recuperar su ritmo, aunque el barrio de Hampstead no es el mejor para mostrar cuan agitada puede ser la vida en Londres.

En mi mente, no obstante, todas las experiencias recientes de la ciudad comenzaron a aparecer. Y recordé la noche de sábado en la estación de Victoria, cuando vi a una muchacha en la plataforma del metro, no muy detrás de la línea amarilla que define la zona de peligro, con una copa de vino en su mano, lo que me hizo reflexionar sobre cuan problemático irse de juerga puede ser en Gran Bretaña, sobre todo como se entiende aquí lo que significa compartir un trago con amigos en un bar. También recordé mi aterrizaje en Brixton, luego de un largo viaje desde La Habana. La palabra multiculturalismo comenzó a significar algo de pronto y el nuevo significado me causó el impacto de una bofetada en pleno rostro.

Internamente me preguntaba si todos estos eventos eran una señal de que tenía que ser estar más al tanto de mis experiencias. ¿Acaso era yo demasiado ignorante? ¿Estaba tan despistado respecto a las personas que murieron el siete de julio en los atentados? Para nada. Solo estaba pagando el precio de haber estado tan absorto por el ritmo caótico de Londres.

Me gusta pensar que siempre aprendo algo de todo lo que me ocurre. Aquel viernes en Stockwell me ha despertado de alguna manera. Un buen día comenzamos a sentir la abrumadora presencia del ritmo de las ciudades, este te asimila en lo que está pasando y una voz interior te dice que lo tienes que tomar como una lección.Desde ese viernes miro diferente a la ciudad y al resto del mundo. Ahora trato de pensar con más interés en los sucesos en los que no tomo parte, pero que también me afectan de un modo u otro. Eso no significa que tenga que ser una estrella de Hollywood para ir de gira a África y descubrir que hay niños sin padres por causa del SIDA, o que me golpeen en Australia para entender lo que es el racismo. Al final los hechos sí ocurren, aunque los humanos sigamos tercamente aferrados a la idea de que a menos que nos involucren, nunca romperán la pacífica burbuja en la que vivimos.

lunes, noviembre 14, 2005

Diez consejos para realizar una película cubana


  1. Procure gestionarse una coproducción con un país europeo (España, Francia, Italia o Luxemburgo). Ello garantizará que en su filme se construya otra realidad, bien diferente a la que existe en el país, y así se evitarán los problemas.
  2. Conciba su historia en tono de comedia. No olvide que en el exterior prima la idea de que los cubanos somos un pueblo alegre, bullanguero y ocurrente, y si es preciso sacrificar el argumento por un chiste, no lo dude. Lo que importa es que los espectadores rían, no que comprendan mensaje alguno.
  3. Escoja locaciones capitalinas (Centro Habana, Habana Vieja, lo más lejos posible del área restaurada; Cerro o barrios pintorescos como Zamora, El Fanguito, La Güinera, etc.). Oriéntele a su director de fotografía que se centre en los detalles más asquerosos y putrefactos: paredes desconcha­das, fachadas derruidas, y sí, si es posible, insista en que la mayoría de las escenas ocurran en un solar.
  4. Seleccione a los actores no por su experiencia, sino por su apariencia. Incline la balanza hacia los de la raza negra, que puedan mostrar cuerpos bien formados, sudorosos mejor, de modo que al final puedan captarse subliminales intenciones eróticas que agradarán a los productores.
  5. Introduzca en el reparto varios personajes de la marginalidad contemporánea. Siempre resulta impactante la versión de que esta es una nación que vive al día, sobre una cuerda floja, con el mágico toque de la supervivencia que hace maravillas. Aunque le recomendamos que tenga cuidado, sobre todo si tiene que convencer a las autoridades locales.
  6. Ocúpese de diseñar una banda sonora centrada en los temas rítmicos. En algún momento los protagonistas tendrán que dejar de lado sus conflictos, por muy trágicos que parezcan, y saldrán a escenificar un clásico «despelote» criollo, adosado por supuesto con mucha salsa.
  7. Incluya referencias folclóricas en la mayoría de las escenas. Olvídese de las religiones católicas o protestantes. Refiérase únicamente a las deidades afrocubanas y alegue para defenderse de posibles señalamientos que en esta isla, el que no tiene de congo...
  8. Ya en las semanas de rodaje guarde mesura con las declaraciones a los medios de prensa. Afirme en todo momento que está realizando la película que quería, el filme con el que había soñado toda la vida. De todas formas, en Hollywood también lo hacen así y nadie se lo critica.
  9. Asegúrese de responder a todas las entrevistas con la siguiente sentencia: Todo lo hicimos con mucho amor. Resulta infalible si lo invitan a un programa de la televisión nacional. Recuerde que nadie tiene que saber que usted, el colectivo de realización y los actores, cobraron sus respectivos salarios.
  10. Y ante cualquier reclamo de sus colegas intelectuales sobre la falta de compromiso ético, o de valentía para encarar críticamente la realidad social de su país, respóndales que le bastan las carcajadas de los espectadores nacionales. Al fin y al cabo, ellos pueden desternillarse con lo que usted propone, con la misma realidad que quizás estén viviendo; pero los pobres, no tienen capacidad para entenderla.

Subcultura vs. Cultura light en Cuba

Ellos:

Se pueden llamar de una manera específica, casi siempre comenzando con Y o usando el equivalente a la pronunciación de un nombre extranjero. No necesitan estudiar o trabajar. Hace tiempo comprendieron como virtud de la sociedad en la que se desarrollaron, que lo importante, a pesar de lo que diga y proclame la verdad oficial, es tener dinero.

Ya cumplieron los 20 años, aunque el único indicativo de madurez que suponen es el de estar a la moda, desfilar por una pasarela imaginaria donde puedan mostrar sus confecciones supuestamente originales y sus gruesas cadenas brillantes.

Crían caballos o cuidan perros de pelea, quizás los únicos animales en los que pueden descargar todas sus frustraciones, esas que se derivan de la falta de dinero, de interrumpir la racha consecutiva de fines de semana con cervezas enlatadas que se beben sentados en el mobiliario plástico de un establecimiento en divisas.

No leen ni opinan sobre la guerra. Les basta una sesión larga de películas de vídeo etiquetadas con ingredientes como la violencia, el sexo y su lenguaje; porque tampoco se acuerdan muy bien del español, prefieren agotar sus conversaciones con frases tomadas de estribillos de música salsa.

Se mueven entre las peripecias de todo cuanto se vende y compra de manera ilegal, mientras sueñan con la estrella extranjera de turno, con su auto, su mascota y sus joyas. Evitan los proyectos a largo plazo, lo fundamental es el día a día, a no ser que la fortuna sonría y se aparezca camuflada en determinado número que multiplicará los beneficios.
Andan en grupos o en pequeñas congregaciones, aunque no se declaren devotos de ninguna religión, si acaso de ciertas prácticas folclóricas que conviene mantener por las apariencias.

Se confunden en las calles con el paso de los transeúntes apurados, aunque a ellos no les vaya esa versión de vida moderna, siempre yendo de un lugar a otro, con preocupaciones sobre la comida, el futuro o la falta de corriente eléctrica. Solo les motiva pensar que mañana es otro día, que se necesitarán más billetes y no les preocupa. Tal vez hace muchos años cuando se vestían con un uniforme igual al de muchos contemporáneos, alguien les habló del hombre nuevo, pero claro, los años pasan y no todos retienen lo que les enseñaron en la escuela.

Ellas:

Tienen la misma edad que los aludidos, aunque eviten los temas relativos al envejecimiento. Por si acaso, se informan todo lo que pueden sobre productos de belleza, cremas, lociones, esencias, como un medio para alcanzar ese éxito que, según aseguran, les pertenece.

Suspiran por los culebrones latinos, sobre todo por esos en los que hay una heroína y pésima actriz que solo en el capítulo final se liberará de tanto sufrimiento. A fuerza de no interesarse por la realidad que les circunda, prefieren seguir los avatares de las parejas famosas, que siempre aparecen en las revistas del corazón.

Lucen vaporosas vestimentas, estilizados bluyines, inalcanzables para los bolsillos comunes, pero imprescindibles para reafirmar la pertenencia al club, en el que todo es importado, exclusivo, caro y, a la larga, intrascendente.

Devoran noveletas por entrega, alquiladas y románticas, y tampoco discuten sobre la guerra, aunque se conmuevan hasta las lágrimas ante las imágenes relativas a los crímenes, abusos, niños hambrientos o ciudades arrasadas.

Sueñan con los objetos y accesorios adquiridos en rebajas o en departamentos de todo por un precio, los que luego adornarán con profusa distribución las paredes de sus casas, hogares que compartirán con sus esposos y que llenarán con la esperanza de una maternidad que complemente todas sus aspiraciones como ser humano.

También caminan por las calles entre la vorágine diaria que acelera el paso, y tropiezan con las demás que apenas si reparan en su apariencia, de tan ocupadas que están en la estrategia salvadora para una mínima cena familiar, en el abundante chorro de una llave abierta o en un aséptico y normado capítulo de telenovela que verán si vencen al cansancio o si no dura demasiado el repaso desastroso al mundo.

Mientras tanto las otras puede que terminen en una discoteca, seguras de que los innumerables brincos y movimientos pélvicos serán la mejor prueba de la liberación femenina y la igualdad de los sexos, aunque tal vez supongan que ya han escuchado algo semejante en otro sitio, pero eso a quién le importa.

En estos tiempos de guerras y TV

En una escena de Tierra de nadie (No man’s land), la película con la que Danis Tanovic (Bosnia) alcanzó el premio Oscar 2002, un soldado bosnio se vuelve hacia una periodista occidental y le reclama: “Nuestra miseria es rentable, ¿no?” Para la reportera del filme lo único importante es su cámara de TV, sobre todo en esos minutos finales en la vida del soldado y de su colega serbio, quienes hasta ese momento han sido los protagonistas de toda la historia.

Mientras veía esta semana las escenas de No man’s land, recordaba otra cinta ambientada en la Guerra de los Balcanes, La mirada de Ulises, del griego Theo Angelopoulos. Las dos me han convencido de la necesidad casi nula que los humanos tenemos de las guerras. Una, desde la evocación más personal y poética; la otra, con el argumento de que en los tiempos actuales los paradigmas occidentales y los cascos azules han caído en el descrédito.

Años antes, otra película premiada, El prisionero del Cáucaso, había mostrado desde una perspectiva diferente el conflicto checheno. Otro ejemplo pudiera ser Kandahar, cuyo nombre por sí solo es una referencia a las armas. Sin embargo, lo curioso es que los filmes han aparecido después que los conflictos han cesado o se han reducido a focos de menor intensidad. Los cineastas debieron esperar por que las respectivas guerras fueran desplazadas de los espacios prominentes en los informativos de todo el mundo, y tuvieron que luchar contra la versión mediática que ya se había enraizado en los espectadores.

Ocurre que asistimos, televisión occidental por medio, a una versión parcial de los combates. Y la frecuencia de los reportes, unida a la rivalidad acérrima de las partes y a los intereses que impiden una solución negociada, alargan las coberturas de prensa. A ello se añade la saturación y el rechazo. De modo que al final optamos por no seguir el sin sentido y poco a poco nos llenamos de indiferencia. Luego quizás aparece una película que nos asombra y puede que nos lleve a cuestionarnos lo que vimos con anterioridad en la televisión.

Aunque los intelectuales (cineastas) se empeñan en demostrar que más allá de la rivalidad posible los humanos tienen una naturaleza común, continúan apareciendo nuevas guerras en este planeta. Estas tienen el mayor impacto en las poblaciones donde se originan, a pesar de que en otras latitudes se proteste hasta lo indecible para que cesen las hostilidades. Por estos días el escenario es Iraq, país del que a diario vemos el reporte de las principales acciones bélicas sin que a veces tengamos una conciencia clara de todo lo que implican.

Por eso, cuando vi Tierra de nadie, enseguida pensé en el país árabe y en los reporteros que quizás ahora mismo estén a la caza de la escena más aterradora. Más tarde la difundirán por todo el mundo buscando reacciones emocionales, no opiniones o valoraciones de lo que es o no justo. Lo único que las imágenes serán reales y no actuadas, como las que concibió Tanovic para su película.

Eso sí, dentro de cinco años —suponiendo que la actual situación no dure más que ese período—, tal vez un cineasta iraquí se anime a mostrar una versión de la guerra y hasta le concedan un Oscar, y la veamos en el cine para sorprendernos y emocionarnos. Lo terrible sería, de continuar el mundo como anda, que nosotros —espectadores al fin— estuviéramos ya muy distantes de la historia que cuente esa película y puede que ni nos acordemos de quiénes fueron, en la vida real, los verdaderos protagonistas.

Los caballeros del jazz las prefieren rubias

Dicen que el jazz tiene sus reglas; algunas no se escriben, pero se pregonan por ahí. Las hay que limitan el género, que reducen su variante acústica solo a pocos escenarios, que conminan a sus intérpretes a que no sueñen con discos de oro o con encabezar las listas de la Billboard en otro apartado que no sea el específico de esa forma de hacer música.

Sin embargo, desde la década pasada, hay una canadiense que se ha reído de esas supuestas regulaciones, y a fuerza de creer en lo que hace, y a costa de un trabajo perfeccionista en cada nuevo proyecto, se ha impuesto en el panorama musical. Ella es Diana Krall.

Rubia, hermosa, sensata y emotiva, la joven pianista y cantante, nacida en la isla de Vancouver en 1965, acaba de sumar otro premio Grammy a su carrera. Su disco Live in Paris, una selección de los conciertos que durante noviembre y diciembre del 2001 ofreció en el teatro Olimpia de la capital francesa, viene a ser el volumen que la consagra en la disquera Verve, a la cual pertenece, y en el selecto grupo de las grandes voces.

Porque Diana canta y sabe cómo hacerlo, se trata de una intérprete que moldea su voz y la adapta a cada tema. De su colega Tony Bennet le quedó el consejo de que hay que comunicar con la música, contar una historia, pero dejarle al público la valoración definitiva. A tal sentencia le agrega la Krall su capacidad de convertir cada canción en un instante preciso, capaz de tocar fibras íntimas, aunque a ella le vaya mejor esa sensación que trasmite y que parece decir que no está haciendo la versión de una pieza conocida, pues la ha desmenuzado, separado en frases y cadencias, le ha añadido su voz y su piano y el resultado es lo que se escucha.

Un ejemplo: su más reciente compacto, que sigue al hasta ahora más buscado y reverenciado: The look of love (2001). Antes, en 1998, When I look in your eyes también logró ventas millonarias y resultó nominado al Grammy en la categoría de Mejor del año, compitiendo con Santana, TLC y Backstreet Boys. Hacía 50 años que un disco de jazz no aspiraba a tanto.

La historia de esta joven diva pudiera ser tema de una anécdota clásica, pues en un bar de Nanaimo, su ciudad natal, Ray Brown, el famoso bajista norteamericano, la descubrió cuando era apenas una adolescente. No obstante, si se conoce que comenzó a tocar piano a los 4 años, que creció en una familia de músicos amantes del jazz y que, todavía estudiante de bachillerato ganó una beca para el Berklee Music College de Boston, se comprenderá que Diana podía sorprender a cualquiera.

De hecho lo hizo. Toni LiPuma, por ejemplo, creyó en ella y aún la tiene como una de sus mejores adquisiciones. Bajo su producción se han concebido todos los discos de la Krall, desde Only trust your heart hasta el último y más famoso. Ambos conforman un equipo creativo que completan los músicos, algunos habituales en el séquito de la cantante y otros invitados de ocasión. A ellos corresponde el mérito de ponerle ritmo y novedad a temas tan clásicos e insuperables como Fly me to the moon, esa deliciosa pieza de swing que Diana se encargó de inscribirla en su repertorio personal.

Si bien ha grabado temas en español, pocos en Latinoamérica la conocen. Lo cierto es que ha paseado su estilo por casi todos los escenarios importantes para los jazzistas, entre ellos los tradicionales eventos europeos. Pero se resiste a que la incluyan en un circuito determinado, por eso no fue casual su participación en el Lilith Fair, un festival concebido por su compatriota Sarah Maclachlan para las mujeres que cantan.

Los que siguen su carrera, puede que ya se anden preguntando qué será lo próximo, qué nuevo número pasará a sus recitales, qué sorpresa aguardará a los que la escuchen o cuántas influencias de leyendas como Ella Fitzgerald, Billie Hollyday, Nina Simone; más cercanas en el tiempo como Natalie Cole y Dee Dee Bridgewater, o contemporáneas como Cassandra Wilson, podrán apreciarse en sus interpretaciones.Por ahora está su disco, al que le espera mucho más, máxime si puede anunciarse con el adjetivo de “premiado”. La única regla que Diana Krall no pretende romper, sino más bien confirmar, es quizás esa que tampoco se ha escrito y que se refiere a la importancia de París como ciudad imprescindible a la hora de mostrar el talento jazzístico; aunque claro, para eso había que grabar un disco, promoverlo, presentarlo y esperar tranquilamente por la fama.