lunes, mayo 14, 2007

Boleros esenciales para remover el alma


La primera referencia de Descemer Bueno me llegó a través de las canciones de Gema y Pável. Sabía que este músico cubano con base en Nueva York, no era sólo un excelente compositor sino un exitoso productor discográfico. Luego conocí su paso por Yerbabuena, aunque apenas pude acceder a lo que hacían. Cuando me llegó el disco Art Bembé, me sorprendió su notable acabado y comprobé que Descemer era en gran medida responsable de esta magnífica obra realizada bajo influencias muy contemporáneas. Eso sin desestimar el aporte de las voces de Gema Corredera y Pavel Urquiza.


Es curioso que para esa época, Descemer era ya uno de los principales creadores de la isla, además de un reclamado maestro para producir discos exitosos. En el 2005, la banda sonora de Habana Blues añadió más comentarios favorables a su currículum. Su Sé feliz iba camino a convertirse en lo que es hoy, un tema imprescindible en la cancionística nacional. Solo pude ver la película a finales del 2006, insertada en un Festival de Cine de América Latina en Londres; sin embargo, antes me había llegado una colección en la que varios artistas interpretaban boleros de Descemer Bueno.

En un principio me pareció raro que se incluyera este género, que casi no tiene compositores jóvenes, sobre todo si estos son más conocidos por creaciones donde prima la fusión y no por el seguimiento a ciertas pautas estilísticas propias del bolero. Pero luego de escuchar la compilación y reconocer a voces de consagrados como Manolo del Valle y Anaís Abreu, junto a otros como Haydée Milanés y la propia Gema, no me quedaban dudas sobre la autenticidad aquel puñado de canciones.

Aún no sé si llegó a editarse en formato de compacto, pues tras una rápida investigación descubrí que muchos de los temas habían formado parte inicial de otros álbumes grabados por mismos cantantes. Mas en el descubrimiento no había nada sorprendente. La manera en que la música circula en Cuba serviría para el argumento de una o varias novelas policiales, esas con muchas pistas y datos. Por obra y gracia del intercambio, es posible que uno termine teniendo acceso a grabaciones que no pasaron de una matriz discográfica.

Además, creo que todo el que trabaje en la Radio de la isla se contagia de cierta necesidad incontrolable de buscar y explorar lo que se hace musicalmente en el país, sobre todo si le interesa promoverlo en sus programas. Los mecanismos de distribución entre las disqueras y el Instituto Cubano de Radio y Televisión resultan tan desastrosos que mucho de lo que se produce en los estudios de grabación, nunca se da a conocer a través de la radio nacional o provincial. Por suerte, tanto en la capital como en provincias, hay realizadores que no se resignan a radiar solo lo que llega por “envíos” oficiales, siempre exiguos y anticuados y, por supuesto, parcializados en cuanto a ritmos y tendencias.

Por eso cuando el conocido bolerista Fernando Álvarez falleció en el 2002, no fue casual que no recordara haber leído nada referido al CD que grabara poco antes con el título de Sé feliz. Meses atrás, mi buena amiga Mercedes Borges me lo incluyó en uno de sus tradicionales “envíos” musicales. Desde la primera sesión, he vuelto más de una noche a este álbum de boleros tan tradicionales como modernos. Confieso que no tenía al cantante entre mis preferidos, aunque no dejara de reconocer sus excepcionales cualidades como intérprete, no por gusto calificado como “la voz del bolero” por algunos especialistas. Sin embargo, tras escucharlo en esta grabación, lo he puesto definitivamente en mi lista.

En Sé feliz, Fernando Álvarez se oye demasiado nasal por momentos, pero qué a tono con las letras desgarradoras y tiernas a la vez. Él canta, casi con el último aliento, con esa habilidad que acaban adquiriendo los boleristas para trasmitir emociones, sobre todo si se trata de baladas que, como se dice, acaban con uno. ¡Cómo logró adaptar el estilo más enérgico de sus clásicos de antaño a esa cadencia tan íntima que identifican los boleros de este compacto!

Sin duda, a ello también contribuye la melodía. Los arreglos remedan en ocasiones la sonoridad de las orquestas de los años 50 por la protagónica presencia de los metales y de esas trompetas que suenan como si fueran capaces de cortar de un solo tajo la noche, la soledad o el desamor. En otros momentos, es innegable el énfasis más contemporáneo en la orquestación, pues en medio de la melodía de fondo surge un solo más jazzeado, o más cercano al blues.

Es una pena que Sé feliz tenga un consumo underground, ya que no recuerdo que en el 2002 o en los posteriores, estas canciones se divulgaran. Ni siquiera, en mi memoria, logro ver el CD en los estantes de las tiendas de ARTEX, esos donde tantos discos pierden el color original de sus portadas como marca de envejecimiento ante la indiferencia de turistas desconocedores y la imposibilidad monetaria de los nacionales. Mientras tanto guardo mi copia como un verdadero tesoro sonoro y esperaré pacientemente a que esta última grabación de Fernando Álvarez se vuelva todo un clásico de la música cubana del siglo XXI. A Descemer Bueno le hago ya la reverencia correspondiente por su genialidad y le deseo muchos años de provechosa creatividad poética y musical.

sábado, mayo 05, 2007

Y el cine olía de pronto a ajo


Estuve hojeando y leyendo parte de las viñetas de El sabor de Cuba (Tusquets, 2002), de René Vázquez Díaz. Me enteré que este escritor cubano y villaclareño, quien vive desde más de 40 años en Suecia, es todo un apasionado por la cocina. Descubrí además que, antes de adquirir notoriedad literaria, trabajó durante un tiempo como chef en un hotel de Malmö.


A este libro tendré que volver por razones académicas, pues me interesa el papel que juega la comida como elemento de la identidad cubana. Las abundantes referencias a la familia de Vázquez Díaz, me han puesto a pensar en las historias que cada uno tiene, donde los alimentos se vuelven verdaderos protagonistas. Resulta que en ocasiones, la memoria de un acontecimiento personal no aparece de manera visual, sino que primero lo hace a través de olores, o sabores. Entonces es posible que, parafraseando a García Márquez, Abbas Kiarostami o Anh Hung Tran, sea más fácil acordarse del aroma de una fruta que comimos cuando puede que estábamos a punto de tomar decisiones trascendentales, que de la decisión en sí.

El cine, con sus imágenes, contribuye a que se recuerde mejor cierto sabor, o la importancia de determinada comida en nuestra existencia. Cuando vi El olor de la papaya verde, por ejemplo, me quedó la duda de a qué sabrían aquellas hebras blancas de la masa carnosa de la fruta bomba, cortadas con paciencia y destreza orientales, que luego se servían a manera de ensalada.
En mi caso, provengo de una familia que no se caracterizaba por la intransigencia culinaria de algunos cubanos, los que si falta en la mesa el obligatorio plato de arroz y frijoles, lo toman como señal de que el mundo está por acabarse. Las cocinas de las casas donde viví siempre fueron pequeñas, con poca capacidad para maniobrar, pero verdaderos laboratorios para experimentar con salsas y especias.

Eso sí, mis padres tenían bien claro dónde quedaban los límites. Durante el Período Especial, cuando ciertas plantas adquirieron sorpresivas potencialidades alimenticias, en casa no pasamos de ensayar la llamada pizza de yuca o la compota de plátano burro. Las demás “recetas” de la época fueron desdeñadas con un ¡Jesús!, dicho por mi madre y rematado con un ¡dónde se ha visto!, en voz de mi abuela.

Lo curioso es que las invenciones culinarias de los 90 sólo pudieron verse en el ambiente hogareño o escucharse en las ondas invisibles de Radio Bemba. Hacía años que Nitza Villapol envejecía alejada de la televisión nacional y la producción cinematográfica era tan escasa que no alcanzaba ni para mostrar qué comían los cubanos.

En aquel tiempo de alimentos escasos y recetas tremebundas, comenzamos a ir al cine, sobre todo a la Cinemateca en La Rampa, con asiduidad religiosa. A excepción de algún que otro concierto perdido y ante la poco atractiva oferta de los programas televisivos, la visita al cine era además de la más barata y asequible oportunidad para entretenernos, una experiencia educativa. No se enseñaba lo suficiente en la Universidad de La Habana, digo yo.

Cualquiera sabe por qué razones o caprichos del azar, según Serrat, durante el Período Especial se programaron ciclos excelentes de películas. “En saludo” al centenario del cine se proyectaron los cien mejores filmes de la historia, según una encuesta que situaba a El ciudadano Kane, El Acorazado Potemkin y Napoleón, entre los primeros diez. Luego se hicieron habituales los dedicados a grandes cineastas de los 60 y 70 (Antonioni, Truffaut, Altman, Kubrick, Ettore Scola y Claude Chabrol), a los cuales también íbamos con entusiasmo, pero nunca sin apetito.

Siempre he detestado a los conversadores en el cine, no sé si por una herencia familiar o gracias a la educación primaria de los 70 centrada en la disciplina. Aún hoy cuando la sala se oscurece y ruedan los créditos de apertura, se activa en mí un mecanismo de concentración que sólo disminuye si ocurren a mi alrededor demasiados incidentes sonoros.

Para ir a La Rampa siempre partíamos en pandilla. En dependencia de cuán interesante sonara la sinopsis del programa, o inminente fuera la entrega de un trabajo de clase, el grupo de cinéfilos se agrandaba o reducía. Ya sentados, seguíamos silenciosos el desarrollo de la trama. La paz se rompía cuando llegaba algún momento del filme que hacía referencia a vivencias cotidianas y alguien se veía obligado a soltar un chiste. Quiero recordar que pese al posible escándalo, procurábamos no llamar la atención. De todas formas, el público nunca era numeroso, así que por mucha risa que provocara la ocurrencia, pocas veces molestaba a los espectadores, situados quizá a la distancia de cinco o diez filas de butacas.

Sin embargo, cuando se ambientaban en el celuloide banquetes y cenas desbordadas, coloridas y apetitosas, nuestra tranquilidad desaparecía por completo. Viendo aquellas comilonas filmadas en los escenarios dieciochescos de un Barry Lyndon, o de una Noche de Varennes, o hasta más modernos como en Amarcord, o lastimosamente rústicos como en El regreso de Martín Guerre, teníamos la impresión de que las glándulas salivales perderían sus inexistentes válvulas de contención y nos dejarían a un paso de transformarnos en el perro de Pavlov, o en toda la perrera.

Bastaban frases como “¡mira para eso!”, “¡no es justo!” o “¡abusadores!”, para que la apreciación cinematográfica bajara a niveles mínimos y la posibilidad de soñar con semejantes bacanales, se instalara en nuestras mentes con preeminencia mortal. Por suerte las escenas pasaban rápido, lo que liberaba de culpa a los realizadores, ¿acaso eran responsables ellos de haber filmado en los 70 largometrajes que se verían en el contexto específico de una Cuba desamparada, desolada y hambrienta, dos décadas más tarde?

En 1991 Humberto Solás estrenó su versión de El siglo de las luces. En la cartelera del Festival de Cine de ese diciembre, la película tenía visos de superproducción, al menos para los austeros ideales de presupuesto que tendrían por aquel entonces los directivos del ICAIC. Fuimos a verla en el Cine Yara, que por tradición era uno de los focos del evento. Todo iba bien hasta que la cámara se detuvo en un mercado de plaza, ¿o era un almacén? En pantalla comenzaron a distinguirse los contornos de unas colosales ristras de ajo. Puede que fueran de atrezzo, lo cierto es que tras de la primera exclamación de sorpresa, la voz de “¡ajo!” corrió de un extremo a otro de la sala, y precedió a una carcajada relativamente general.

El hecho se me asemejaba a los puntos luminosos de la pantalla de un radar, en una sala de control de vuelos. Las intermitencias que indican la proximidad o alejamiento de un aparato aéreo ilustraban muy bien la manera en la que la palabra ajo se propagó por el cine. Hasta creo que, debido a la intensidad, alguien consiguió, a una velocidad tremenda y tal vez con un poquito de angustia, encontrar en su memoria el casi olvidado aroma del ajo. Aunque cueste creerlo, ese tan esencial condimento de la cocina cubana también escaseaba por aquellos años.

Los cines en Londres huelen a rositas de maíz, a gaseosas, a chocolatinas y, por la cantidad de basura que dejan los espectadores cuando termina la película, es mejor no deterse a examinar cuán aromatizada está la sala. De todos modos, no hay que abstraerse, los olores son "físicos", no imaginarios como en la sesión del Yara del 91. Y eso que cine no olía a ajo, sino a maní (¿tostao y garapiñao?). Los cucuruchos iniciaban su reinado como accesorio indispensable del certámen habanero. Hoy son tan identificables con el Festival de Cine, como el tema musical Desde la aldea, de José María Vitier, una melodía que siempre antecede a cada proyección en concurso y que también, evocadoramente, puede llenarnos la memoria de olores y sabores.

martes, mayo 01, 2007

Amy Winehouse escandalosa y musical


El 2006 fue un buen año para muchas voces femeninas británicas, sobre todo para debutantes. En un inicio Corinne Bailey Rae acaparó todas las reseñas a partir del lanzamiento del disco llamado como ella, y de la urgencia con que los medios de prensa la señalaron como número uno. La confirmación llegó después cuando comenzó a ganar buenas críticas tras sus presentaciones en Estados Unidos. En el verano la estrella fue Lily Allen y en el último trimestre KT Tunstall y Joss Stone se agregaban a la lista de triunfadoras, gracias también al interés que mostraba la prensa norteamericana por sus últimas producciones.


En febrero del 2007, cuando estaban próximos a entregarse los Brit Awards, principales en el mundo musical británico, estas cantantes parecían destinadas a ganar en la categoría de solista femenina. Sin embargo, el premio se lo llevó alguien que, como ellas, había tenido comentarios de elogio tras la salida de un segundo álbum: Amy Winehouse.

Esta muchacha judía nacida en 1983, en el norte de Londres ya había sido noticia en el 2003, cuando sacó al mercado su compacto Frank. En aquel entonces, su canción Stronger than me fue premiada con el Ivor Novello a la mejor composición contemporánea. El disco del 2006 se titula Back to Black y al igual que su anterior CD está lleno de las influencias que convierten a esta británica en una intérprete bastante peculiar.

Hablo de Aretha Franklin, The Supremes, The Ronettes, del Rhythm and Blues, y del Jazz. Cuando uno escucha a la Winehouse, es difícil imaginarla tal cual es. Tiene voz de negra y espíritu “bluesero”, sabe cómo atacar un tema y dominarlo con supremacía avasalladora. No tiene miedo a recrear, con letras contemporáneas, melodías que recuerdan a décadas pasadas; aunque en los sesenta lo que la Winehouse canta dejaría colorado a más de un mojigato.

Sin embargo, al lado talentoso de esta muchacha de Southgate, se le unen sus fotografías recurrentes en los tabloides. Escandalosos titulares, como sólo pueden ser los del Daily Mail o The Sun, han dado cuenta de sus desmayos en plena actuación. Ya es famosa la historia de como suspendió un concierto de dos noches en el Shepherd Bush Empire, aparentemente por enfermedad, para que luego la descubrieran comprando botellas de vino en un supermercado. Con varias copas de más, se dejó ver en un programa televisivo e intentó en vano cantar junto a Charlotte Church, el Beat it the Michael Jackson. Por You Tube anda el video que evidencia semejante mala pata.

Amy Winehouse es una estrella joven y todavía le queda mucho por andar. Es posible que siga saliendo en los periódicos y que los paparazzis se disputen su rutina diaria. No será ni la primera ni la última, eso está claro. En su defensa quedan dos discos que le hacen honor a su talento, a su forma de hacer música, y a su voz poderosa y singular. Muchos esperan que su próxima gira por ciudades estadounidense sea pues el detonante para que la Winehouse llegue a ser más reconocida.

Por ahora, esta delgada y provocadora londinense, que ha hecho de los peinados (que mucho me recuerdan a la Gina León de los 60) casi el complemento de su nombre y marca comercial, anda disfrutando de las ventas de Back to Black. Y quizá de noches de alcohol en clubes y pubs de esta ciudad, donde beber y emborracharse es tan cultural como el estereotipado té de las 5 con el que todavía en Latinoamérica asociamos a los ingleses.